‘Vivíamos entre heces fecales’, platican migrantes del centro del INM
Migrar a México se paga con la vida, asegura Ariadne, una venezolana que estuvo encerrada bajo llave, alimentándose de perecederos, sin acceso a agua para beber, ni a la posibilidad de asearse o comunicarse con su familia en los cinco meses que pasó en dos estaciones migratorias de Quintana Roo, pese a que ingresó de forma legal al país.
«No teníamos derecho ni a saber la hora o qué día era», recuerda angustiada mientras narra el dolor y la desesperación que sintió frente al trato brutal e inhumano al que personal del Instituto Nacional de Migración (INM) la sometió desde que pisó el Aeropuerto Internacional de Cancún e informó a personal del organismo que quería solicitar refugio.
Dice que si ella hubiera tenido la noción de que viviría en hacinamiento, observando vejaciones a otras personas inocentes y bajo un constante racismo, hubiera preferido quedarse en Caracas, Venezuela, lugar de donde es originaria, pero del que huyó para darle mejores oportunidades de vida a sus hijos y su madre.
A finales de 2019 la mujer que hoy tiene 40 años entró a México en un avión procedente de Colombia con la esperanza de una vida digna. Sin embargo, desde que solicitó asilo al personal de migración del aeropuerto de Cancún la increparon con respuestas ofensivas como: «Inténtalo, igual te van a devolver a tu país» o «¿para qué vienes?».
A pesar de ello no desistió y fue dirigida a un área de la terminal aérea conocida coloquialmente por los migrantes como «La pecera», donde hay personas en contexto de movilidad que, de acuerdo con el testimonio de Ariadne, han estado ahí por días y hasta meses. Ahí le informaron que iba a ser detenida.
«Había embarazadas, niños, niñas, jóvenes y recuerdo mucho a un chico asiático que había pasado tres meses ahí porque rompió su pasaporte para no ser deportado a su país, él igual solicitó asilo, pero al parecer es un delito intentar migrar, como si estuvieras invadiendo una casa ajena de forma violenta», expresa.
Los baños del lugar estaban llenos de heces, las colchonetas deshechas por el uso. No había agua, ni alimento para nadie, por tratarse de una estancia usada de forma provisional, pero en la que la gente estaba hacinada.
Ariadne permaneció ahí ocho horas. Cumplió con los requisitos de dos entrevistas, aunque fueron realizadas entre comentarios xenofóbicos para hacerla desistir de su proceso. Luego, la trasladaron a una estación migratoria de la ciudad, aunque contaba con todos los requisitos para solicitar refugio a la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados (Comar), pero ni a esa instancia quisieron conducirla.
«¿Por qué lloras? Tú elegiste venir acá a México», le dijo personal del INM al recibirla en el lugar. La venezolana nunca había visto una cárcel, solo en películas, pero cuando llegó al lugar le pareció similar o peor pues el área está bajo llave y tiene barrotes, la gente se encuentra hacinada y «se ve el sufrimiento en su rostro».
Le quitaron sus pertenencias, solo pudo quedarse con dos mudas de ropa. También recogieron sus documentos oficiales y su dinero.
Le pidieron entregar los cordones de las agujetas, le dieron una colchoneta y la ingresaron a una habitación con otras cuatro mujeres, que al pasar de los días fue llenándose hasta hacer imposible la permanencia en el área por el calor y el cúmulo de insectos que se acercaban por los olores, la suciedad y la humedad.
«Estábamos hacinadas. Por fortuna no nos encerraban, pero a los hombres sí y decían que era por protocolo, que era una regla, aunque eran los tiempos en donde empezaba el COVID y encerrados o no encerrados, pero juntos nos podíamos contagiar», describe.
Al mes, la trasladaron a otra estancia en Chetumal, donde le prometieron que su trámite avanzaría. Ariadne accedió confiada a irse, pero las condiciones eran peores que en el primer lugar en donde la mantuvieron.
«Ahí sí nos encerraban con candado. Había una mujer que padecía de sus facultades mentales y nos pegaba o nos arrojaban orines hasta que un día la cambiaron de celda, la encerraron sola y le dieron choques eléctricos con un tasser», recuerda.
«Imagínate que no fuera un incendio, en caso de un terremoto, en caso de una urgencia médica pues te mueres y eso pasa, pasa todos los días, pero hoy se sabe por lo de Juárez», subraya.
Tenía miedo de ser agredida sexualmente porque otras de sus compañeras fueron víctimas, por lo que dormían ocho mujeres juntas y se turnaban los horarios para mantenerse despiertas vigilando.
Ariadne revela que los guardias las obligaban a tomarse fotos aparentando que todo estaba bien, con el uso de cubrebocas, sana distancia o fuera de las celdas, para enviarlas a sus superiores, pero después de que se capturaban las imágenes, volvían a hacinarlas y a violentarlas.
«Yo te digo que los migrantes de Juárez no pudieron iniciar el fuego porque no te permiten ni siquiera un jabón, una toalla femenina. No te dejan guardar nada. Me da mucha tristeza que los culpen porque yo he vivido eso y sé que es una mentira».
Además, aunque ellos lo hubieran iniciado, los dejaron metidos ahí dentro. Vieron que el fuego se prendía y no les abrieron porque es una orden del Instituto mantenernos encerrados bajo llave, como perros para que no escapemos. ¿Qué acaso no tenemos derecho a migrar, así como lo promueve su gobierno? ¡No es justo que los hayan asesinado!», declara respecto al incidente ocurrido la noche del lunes en la estación migratoria de Ciudad Juárez.
Después de cinco meses en pésimas condiciones, un recurso de amparo que interpuso su abogada la ayudó a salir del resguardo y pudo obtener su estancia migratoria al cumplir con todos los requisitos solicitados.
A tres años de haber vivido esa experiencia, asegura que no volvería a México de saber que eso le iba a ocurrir. Aunque es maestra, trabaja en otros negocios para mantenerse y espera con paciencia a que llegue noviembre para solicitar la estancia de sus hijos y su madre que aún la esperan en Venezuela.
«Lo solicitaré con ayuda de abogados para evitar que sean víctima de maltrato. Nos tratan peor que perros, que criminales. Nadie merece recibir choques eléctricos o morir quemado por tener la esperanza de huir de su país».